Néstor David Bonett Restrepo | Mesa 1 - Sesión Educativa, CUMIPAZ 2017

Néstor David Bonett Restrepo | Mesa 1 - Sesión Educativa, CUMIPAZ 2017

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Pies llagados y tierra maldita.

Larga fila en grises de mañana.

Humea el caucho por mil chimeneas,

nos espera un día como los demás.

Las sirenas, los gritos, el fango.

Te veo el corazón cansado, compañero,

leo en tus ojos el dolor.

Tienes el pecho frío, el hambre, ya no tienes nombre,

hombre desierto y sin llanto.

Tan pobre que ni mal te queda,

tan cansado que ni espanto tienes,

hombre gastado, hombre que fuiste fuerte.

Si volviésemos a vernos,

¿con qué rostro nos miraríamos?

Muy buenos días para todos. Con un agradecimiento muy especial de la invitación que se me hace, de poder compartir con ustedes esta mañana, y con un saludo muy especial a quienes comparten ponencia en esta Mesa n.º 1.

Escuchando las ponencias anteriores y haciendo una ligación directa frente a lo que planteo, no solamente dentro de mi reflexión personal, sino lo que hemos tratado de adelantar en la Secretaría de Educación de Antioquia, donde, por decir algunas cifras, somos 125 municipios, más o menos siete millones de habitantes. De la Secretaría de Educación dependen 5000, aproximadamente, instituciones educativas, 600.000 estudiantes, 20.000 maestros, 1200 directivos docentes…

Y ¿por qué digo esto? Porque hay dos elementos que nosotros no podemos obviar. Yo no sé, de los que estamos presentes hoy, cuántos seamos maestros, o por lo menos a cuántos nos apasione este cuento de ser maestros; pero no podemos obviar:

Primer elemento: ¿Quiénes somos y con quiénes compartimos? A nuestra generación (digo “nuestra generación”, pues, ubicándonos todos en la misma, ¿cierto?, unos más pasaditos que otros, pero no entremos en detalles para no enredarnos la vida)...

La mayoría de nosotros fuimos educados en un estilo nemotécnico, ¿se acuerdan? Hay que grabar conocimientos previamente aprendidos, y el mejor estudiante era el que tenía la capacidad de grabar más; porque, claro, había veinte preguntas y las veinte preguntas sacaban más alta la calificación si esa respuesta se acercaba a lo que el profesor había dicho o el día anterior o la semana anterior. Nemotecnia.

No voy a decir que eso esté malo, ¡no! Yo creo que nosotros no somos tan perversos tampoco, ¿cierto?, y fuimos educados en ese ambiente. Pero el resultado de ese sistema educativo creaba o entregaba a la sociedad estudiantes con muchos conocimientos grabados en la memoria, pero (para poner a reflexionar) la capacidad de debatir o de argumentar lo que había aprendido no era lo que más se trabajaba; y entonces llegaba la necesidad de entrar en la discusión frente a aquello que había aprendido, y a veces no quedaba otra herramienta sino repetir aquello que había aprendido.

Segundo elemento: ¿Quiénes están allá? ¿Quiénes están al frente? Hablo como maestro que soy. Siempre he dicho que estos cargos administrativos son pasajeros. La pasión es el aula de clase, lo que hacemos, lo que vivimos, lo que compartimos. ¿Quién hay al frente? Al frente no hay veinte, treinta, cuarenta (a veces en nuestros países hasta más estudiantes), ¡no! Recordemos… por lo menos para mí, el aula de clases es el único lugar (no he conocido otro; y si lo hay, pues entremos al debate, ¿cierto?), pero el aula de clases es el único lugar donde todos somos iguales, ¡todos!

No importa si el aula de clases es de la universidad estrato más alto de la ciudad, o si es de la veredita más pobre que hay; no importa cómo estás vestido, no importa si comiste o no, eso no importa; cuando estás en el aula de clases somos iguales. El conocimiento impartido, entregado, debatido y argumentado, es el mismo.

De modo tal que la labor del maestro que construye una sociedad (ahora lo escuchábamos en el acto inaugural): «La educación no transforma al mundo, transforma a las personas que son las encargadas de transformar al mundo».

Entonces, en esa relación, maestro (prefiero la palabra ‘maestro’ a ‘profesor’, es de más significado, de más pasión)… la relación maestro/estudiante, bajo esta perspectiva nos transforma completamente el panorama: Ya no soy quien entrega un conocimiento previamente aprendido —sería muy fácil ser maestro— sino aquel que interactúa con un grupo de personas, con un grupo de realidades distintas que buscan una igualdad para transformar los territorios; en último término, para transformar la historia. El compromiso responsable del maestro transforma la historia, porque es capaz de transformar cualquier territorio.

Por lo tanto, ¿cuál es mi propuesta frente a esa realidad de transformar la historia? Es lo que nosotros hemos llamado, con nuestro equipo de trabajo: “La ciudad del rostro”.

¿Qué significa eso? Que en cualquier lugar donde nosotros estemos, estamos en un aula de clase, en cualquier lugar.

Hasta hace algún tiempo había tres protagonistas de la educación: El estudiante (lógicamente), el maestro y la familia. ¿Estamos de acuerdo con ello, o no? ¿Sí? Estudiante, maestro y familia. Consideramos que ese tercer protagonista hoy ha cambiado, hoy tendríamos que hablar: Estudiante, maestro y entorno en el cual se mueve el estudiante; ya no solo la familia.

El estudiante, nuestro copartidario —si podríamos llamarlo así—, aprende en cualquier circunstancia; porque es que (con todo respeto) ninguno de nosotros sabe más que Wikipedia, ¡ninguno! (Si de pronto alguno piensa lo contrario, levante la mano y se retira, ¿listo?) ¡Ninguno de nosotros sabe más que Google! Entonces, a un clic nuestro estudiante transforma su realidad. Ya no es solamente la cancha, el barrio, la cuadra (como decimos en Antioquia); ya es todo lo que tiene al alcance, ni siquiera de un computador o una Tablet, es su teléfono celular; ahí está, donde se mueve, en cualquier circunstancia hay una oportunidad de aprendizaje.

Por lo tanto, cuando nosotros hablamos de una ciudad del rostro, lo que estamos haciendo es transformando el contexto que nos relaciona unos a otros; lastimosamente un contexto que está enmarcado por lo violento; una violencia que ya no sencillamente es histórica, sino que nosotros hemos violentado el lenguaje, hemos violentado la actitud. Hay violencias en el rostro, en las palabras; hay violencias de hecho: se mata, se remata y contrarremata, y lo que queda es el resultado más catastrófico de una violencia que se nos ha convertido en costumbre. No hay nada más peligroso para un país en construcción —hablo como colombiano— que acostumbrarnos al relato del dolor, al relato de la violencia, porque se nos convierte en paisaje.

Entonces, hace algunos años salía un alcalde de Colombia a decir con mucho orgullo: «Le presentamos al mundo que hoy solamente hemos tenido dos muertes violentas en nuestra ciudad, solamente dos. ¡Bienvenida esta buena noticia!»

¡Eh, eh, un momentico! Claro, es que si estás acostumbrado a contarlas por miles, por cientos, eso te tiene que alegrar —sentido común. Pero la mamá, la esposa, los hijos de esos dos ¿qué pueden estar sintiendo cuando estás hablando? Como nos acostumbramos a ese relato del dolor, la injusticia, el dolor, la violencia, la sangre con que han escrito esa historia, se nos convierte sencillamente en relatos que ya no nos cuestionan; ya perdimos la capacidad de asombro y por lo tanto hacemos de esa violencia el lenguaje, el acontecimiento, nuestras palabras.

¿Quién de nosotros no ha visto un niño de 5 años con un palo de escoba jugando a ser pistolero? ¿Lo han visto o no? Es más, no solamente lo hemos visto, sino que —como estamos jugando— el niño dispara con el palo de escoba y nosotros nos hacemos los muertos: “¡Me mataste!, ¡me mataste!”. Se nos volvió sencillo, es un juego: “me mataste y te mate”. ¿Se dan cuenta cómo se violenta el lenguaje?

Hace algunos años, cuando yo era niño (no tantos años, ¿cierto?, es que ya el pelo se va cayendo, pero no es tanto los años), hace algunos años había algunas palabras que eran palabras groseras, eran palabras con que se insultaba al otro; “marica”, por ejemplo. Usted no la podía decir porque la mamá inmediatamente le pegaba a uno en la boca: “¡Eso no se dice!”. Ya hoy un grupo de amigos en la escuela, que estén reunidos antes de entrar a clase, ya no se saludan: “¿Qué hubo?, ¡qué bueno que llegaste!, ¡me alegra tanto!, ¡me cambiaste el día!”. ¡No! “¿Marica, cómo vas?, ¿bien o no?”.

Nos acostumbramos a ello. El lenguaje, las palabras, la actitud se nos han violentado; y por lo tanto, hablar de los escenarios de aprendizaje como la posibilidad de la mirada del rostro, es mirar la ciudad como el lugar donde se nos coloca el reto de la vida social; porque es en esa cotidianidad, es en esa ciudadanía, donde se manifiesta la diferencia, que es lo natural que se vive en la ciudad.

Ese cambio social, esa fuerza extrema, ese poder social es lo que nos permite hablar de la transformación humana, que crea conciencia colectiva de inclusión; y por lo tanto, es la única posibilidad de hablar de la gratuidad de la vida.

Maestros compartiendo con sus estudiantes áreas básicas de conocimiento, cualquiera que sea: sociales, matemáticas, biología, cualquiera que sea, no es un instrumento de trabajo; perdonen lo que voy a decir, no sé la profesión de cada uno de ustedes pero me voy a atrever: yo no he conocido el primer aliviado que busque un médico. ¿Alguno lo ha hecho?

─ ¡Doctor!

─ ¿En que te puedo servir?

─ ¡No, no. Estoy muy aliviado! Solo vine a contarle eso.

¿Se imaginan la cara del médico?

─Bueno ¡y este qué!, ¿necesita es un hospital mental o qué, cómo es la cosa?

No he conocido a la primera persona que no tenga problemas que busque un abogado; uno busca al abogado es para que le solucione problemas, ¿o no? No he conocido el primero que no vaya a construir que busque una firma de ingenieros. Esa es su herramienta de trabajo. El médico usa el bisturí, el estetoscopio; y el aliviado, ya aliviado va y le agradece al médico. El ingeniero utiliza cualquier cantidad de circunstancias, él transforma la realidad: un edificio, un premio, una bienal. El abogado pues es una libertad. El maestro no tiene herramientas de trabajo (pues si quieres hablar del marcador, del tablero, del proyector…). Pero quien hay al frente no es su herramienta de trabajo, ¡ojo!, porque si lo toma de esa manera sencillamente cumple su responsabilidad: «2 más 2 son 4. ¿Aprendió?» —«¡Sí!» —«Chao. El que sigue».

El maestro transforma generaciones; tanto así que pasan no sé cuántos años (tenemos maestros de treinta, cuarenta años de vida en el magisterio) y por él pasa el nieto, el hijo, el papá…, y todos ellos lo miran al rostro y le agradecen.

No hay nada más gratificante para un maestro que, en cualquier lugar de la ciudad (hablo de la ciudad no discriminando el campo, sino como el lugar generalizado), cuando algún estudiante cruza la calle e inmediatamente te dice: «Profe, ¿se acuerda de mí?» Esa es la peor pregunta que a uno le pueden hacer… No, no. De verdad, créanme. Es la peor pregunta. Miren, yo llevo 15 años de profesor universitario; 15 años, mis primeros estudiantes hoy pueden llevar, no sé, 13 años de profesionales; ya están grandes, viejos, feos, y yo sigo siendo el mismo, ¿cierto?, esa es la ventaja. Pero cruzan la calle y: «Profe, ¿se acuerda de mí?» A veces hay que decir mentiras piadosas. Si se rieron es porque responden lo mismo que yo respondo: «¡Claro, como no me voy a acordar!».

Ha pasado una generación y transformaste una realidad. En esa transformación nos convertimos en instrumentos de paz, pero... ¿De qué paz estamos hablando? No puede ser sencillamente una ausencia de armas, no puede ser sencillamente la capacidad de negociación, no puede ser sencillamente la transformación de la realidad de un niño en profesional. Cuando hablamos de instrumentos de paz es porque esa persona, ese estudiante que hoy es padre de familia, que es profesional, que es vecino, transforma su realidad en torno al otro; y es ahí..., por eso nosotros hablamos de “la ciudad del rostro”, lo que significa el poder compartir con la diferencia, nunca la igualdad; y desde allí construir una sociedad.

En el español, la palabra ‘rostro’, me parece a mí que roba significado. En nuestra mayoría de países cuando hablamos del rostro nos referimos a lo físico: «Este es el rostro, mírenlo, este». La palabra en italiano me parece que es más bonita, mucho más significante: il volto; y cuando habla de il volto, no es lo físico: blanco, negro, ojón, orejón, bonito, feo, ¡no, no, no!, il volto es la esencia de lo que eres, lo que representa la persona.

Hoy nosotros, ninguno de nosotros amaneció siendo lo que es exclusivamente hoy. ¿Qué somos? Una historia. ¿Qué somos? Una identidad. ¿Qué somos? Una familia. ¿Qué somos? Un contexto social, un país, y por ello empezamos a identificarnos.

Cuando hablamos de “la ciudad del rostro” como aprendizaje para la paz, no estamos hablando única y exclusivamente de unos pasos pedagógicos para enseñar a hacer la paz, sino que estamos hablando de una transformación de una consciencia colectiva que desde lo individual me hace un ser social; y por lo tanto, nosotros ahí en la conciencia del otro, en “la ciudad del rostro”, no reducimos nuestro lenguaje, nuestra comunicación a lo económico, a la diferencia social, a lo cultural, a la identidad sexual, a lo religioso; superamos las diferencias profundas e íntimas del rostro, de modo que entonces ya, la aceptación del «tú pares a mi yo», vamos creando focos poblacionales que nos permiten superar lo que es egoísmo, lo que es prejuicio sobre rostros diferentes.

Cuando nosotros intentamos definir la persona apelamos a una serie de características que nos hacen únicos, apuntamos a una identidad personal; sin embargo, la persona como ser social es una construcción colectiva. Ninguna clase de vida humana, ni siquiera la del ermitaño en la agreste naturaleza, resulta posible sin un mundo que directa o indirectamente testifica la presencia de otros seres humanos.

Entonces la realidad humana de aquel que aprende en cualquier contexto social, se representa en la interacción de los otros rostros. Yo empiezo a definir la diferencia con el otro y esa diferencia no me hace definirlo en sentido de enemistad.

Complejo para una sociedad como la nuestra, una sociedad global, una aldea global, ya no diferenciados por países sino en narraciones de circunstancias cuando empezamos a definirnos unos a otros, simple y llanamente a través de diferencias: enemigos, amigos, diferentes e iguales.

“La ciudad del rostro” desmantela al sujeto de derechos, al individuo, al habitante, no porque esos roles no se vivan en la ciudadanía, sino porque pueden prestarse para una reducción instrumental; convertimos la propiedad privada, por voluntad de unos, como el deber del otro; frente a ello nos hacemos frágiles, empezamos sencillamente a hacer de nuestros deberes caprichos de aquel —permítanme ponerlo entre comillas— “de aquel que nos manda”; y por lo tanto, de aquel que está contando nuestra historia, la está contando a su antojo.

“La ciudad del rostro” apela a la diferencia, a la diversidad, a la inclusión; pero estas, lógicamente nos obligan a definirlas desde el amor y desde el perdón. Entendiendo el amor no como esa consecuencia propia de la relación afectiva sino de la relación incluso con aquel que aún no he conocido.

Es muy probable que nosotros no nos volvamos a ver nunca más, es lo más probable; pero el hecho de haber compartido este momento ya nos hacemos significantes; ya la relación suya conmigo me convierte en una relación de responsabilidad, porque me obliga a una “ciudad del rostro”; esa sería la relación del amor.

Y la relación del perdón, desteologizando esa definición no en un sentido religioso que me da una tranquilidad moral frente a la trascendencia, sino como la capacidad de interactuar con usted a pesar de lo que ha sucedido. ¡Ojo!, lastimosamente en nuestras culturas relacionamos en muchas ocasiones perdón con olvido. El olvido no es humano, no podemos olvidar. En el momento en que olvidamos estamos justificando la acción del verdugo, en el momento en que olvidamos estamos diciendo «no tenemos nada que perdonar, pues nada ha sucedido». El olvido no es humano, pero el perdón es poder seguir hacia adelante a pesar de lo que ha sucedido, contar la historia con otro tono de voz que me hace a mí victorioso frente esa realidad.

“La ciudad del rostro”, por lo tanto, nos lleva a convertirnos en transformadores de territorios y, por lo tanto, en constructores de paz.

He visto tantas aves en el cielo como ataúdes para el cementerio.

He sentido tanto el llanto en mi tierra que hasta la lluvia nos recuerda el dolor.

He vivido tanto con la inseguridad, que es angustiante poder ser feliz y  estar tranquilo;

porque la muerte en este país sucede por decisión de unos, capricho de otros.

Ojalá la muerte no se le adelantara a nadie, aunque conocemos su afán.

Ojalá la muerte dejará de ser rentable;

ojalá tu muerte no quede en el olvido, mientras el resto seguimos viviendo.

Muchas gracias.